lunes, febrero 20, 2006


Alejandrina

a L

El día en que ella nació el sol estaba pegajoso en el cielo isleño. Las pieles se cubrían de un sudor denso, aglutinado. Los hombres de camisa raída esperaban a la salida de la casucha de fachada herida por los vergajazos de las sucesivas inundaciones. La mirada de aquella muta indolente se perdía entre los álamos de la ribera.
Carolina Seybold pujaba con una fuerza tremebunda; su físico robusto de holandesa serpeaba vertiginosamente. Por entre sus piernas, apenas la cabeza era un punto sangriento. Los muslos impregnados de una humedad mórbida temblaban a cada nueva puja. El tiempo se desgranaba por un terreno sinuoso y agudo.
Luego de tres horas de esfuerzos, la nueva vida fue expulsada de aquella vagina abismal. La partera sacudió a la recién venida y la madre, extenuada y lívida, plañó en un confuso español:
- Herman, la nena nació.

Seybold, perezosamente, machacó su cigarro entre la hierba espesa. Hizo un ademán a sus compañeros y entró en la casita. Carolina tenía a la niña entre sus brazos. El padre apenas las miró de refilón. Luego, agitando los brazos como si lo acometiera la languidez, salió sin decir palabra.
La niña crecía sana. La llamaron Alejandrina. Se destacaba por su virginal hermosura. Ojos enormes y azulinos, cabello rubicundo, piel de porcelana. Su tiempo se sucedía en diversos juegos con su hermana Lysselote, un poco mayor que ella. Los escondites en las zanjas poco profundas, en los albardones, entre los juncos y pajonales eran sus divertimentos favoritos. A veces, Alejandrina prefería la pesca, otras, derribar nidos de boyeros.
Su padre jamás estaba en la casa, porque trabajaba lejos de allí, en el Uruguay. Lo conocía muy poco. La madre , impávida, pasaba largas horas junto al bastidor y la cocina.
A sus dieciocho años, cuando la familia pensaba en casarla con el joven Montes de Oca, Alejandrina enloqueció. Muchos conciliábulos se sucedieron para descubrir la causa de su mal. Infructuosos conciliábulos. La marea de la locura la ahogó sin desencadenante aparente, impía y descomunal. El duelo se apoderó de los Seybold , anonadados ante el hecho repentino.
La jovencita deambulaba todo el día , con los ojos desorbitados. A veces, se encogía como un feto y nadie podía sacarla de ese estado. En ocasiones, estallaba en paroxismos increíbles, que la conducían a agredirse a sí misma.
Finalmente, fue confinada a una de las habitaciones de la casa. Allí pasó el resto de su vida. El cuarto era el más acogedor y luminoso. Todas las tardes, Carolina y Lysselote le servían el té . Hablarle era en vano. Nada parecía comprender.
Las visitas que traían niños pequeños eran evitadas ya que los párvulos vouyers pasaban la tarde espiando por el mosquitero de la pieza de Alejandrina. La veían resollar, sola , recortada su figura por el sol. Su figura de luto. Cuando percibía que la miraban, gruñía. El grito era una triste monodia que invocaba a su hermana Lysselote. Su voz agria chocaba contra las escuetas paredes, en un eco desolado.
Alejandrina intercaló sueños entre los velos opacos de la locura. Sueños indiferentes e incomprensibles para el resto de sus parientes. Soñó con desfilar por el pasto verde en la primavera. Soñó con remontar el Brazo Largo en un guigue añejo. Soñó con recorrer las villas vecinas en busca de flores secas y de hierbabuena. Soñó con un amor árabe que le regalara sus besos entre sábanas verdosas. Soñó con un hombre que le leyera historias fabulosas mientras mecía sus cabellos. Soñó. Soñaba.
En las tardes más tórridas, la veían gesticular torpemente contra el muro desgarbado, inmersa en su tiovivo de fantasmas.

domingo, febrero 05, 2006

El judezno

a L



El judezno leía un devastado libro sobre la bilis negra. Su nariz angulosa, con innumerables petequias, le otorgó a lo largo de los años un aspecto de beodo irremediable. Sus bastas manos coleccionaban cicatrices de todo talante y mueca. En su pequeño banco de mimbre, adquirido hacía eones por su familia infiel, su tambaleo se hacía persistente a pesar de la pequeña osamenta.
Su humilde pocilga era por todos los recovecos triste y desolada. Los ángulos oscuros de su único salón, jamás habían visto siquiera el destellar de una humilde estela. El piso agrietado y ronco, no habían escuchado otra monodia que no fuera la de las suelas del judezno, siempre ahogadas por el llanto. La vida pergeñada por el dolor. La soledad mustia de sus años siempre muelles, siempre monocordes, siempre ausentes, le había inyectado las venas de una indolencia que desesperaba , y en ocasiones de vendaval viraba hacia el límite de la muerte.
El judezno, perpetuamente al margen de la sangre de la ciudad, se sentaba cada mañana a leer algún libelo regalado, o simplemente, a mirar sin destino fijo. En oportunidades, sus lágrimas dotaban al paisaje de múltiples prismas cristalinos. Empero, jamás hubiese deseado otro estado que no fuera aquel. El sopor y la soledad lo habían contaminado de tal forma, que una brizna de aire soleado lo hubiese pulverizado.
Una vez, la casa vecina, deshabitada desde hacía años, carcomida por la humedad, vio en sus aceras a un nuevo integrante. La mimesis del nuevo ser con la podre del habitáculo pasmaban. El judezno y el intruso sólo se miraron de refilón.
Las costumbres del extraño eran singulares. Sus palabras, ininteligibles para el mísero judío. La vida del nuevo sujeto se circunscribía a leer un pequeño mamotreto y a gruñir con voz hosca:
Cuando bebí de él sabía más amargo que la amapola. Y una nube negruzca envolvió mi cabeza, las cristalinas lágrimas de ángeles malditos”.
El viejo optaba por ignorar a aquel interruptor de su silente existencia. Hubiera deseado extirpar de esa casucha a aquel ser de estridentes gritos. Por días, desaparecía. Sin embargo, siempre retornaba con sus alaridos desgarradores a enturbiar esa atmósfera de desolación solitaria: “Refuljan, estrellas, en mis abovedadas cejas, mientras en la noche apenas tañe el corazón.”
Y luego de la agitación, escondía su rostro inescrutable entre las lisas manos y gemía largamente.
Excepto el viejo judezno, nadie parecía percibirlo. Los pocos transeúntes que recorrían la barriada vetusta, ni siquiera reparaban en él. Solamente el anciano había sido perturbado por aquella presencia insólita, cuya única actividad aparente era sentarse en una silla de madera ajada y gritar frases inconexas. En horas de desvelo, el judío se preguntó quién era, cuál era su oficio, quiénes sus allegados, por qué se obstinaba en vapulearlo con esa voz que penetraba todas las paredes de su casita como si fuesen invisibles.
La última vez que lo vio, el extraño se había acercado a él. Su cuerpo parecía leve, casi imposible. El intruso , con paso tambaleante, se aproximó a la horrenda cara del judezno y con la boca extremadamente abierta , vociferó: “Hiere, negra espina”… negros abetos se quebraron en la tormenta nocturna, la fortaleza escarpada... Oh, corazón que pasa brillando hacia un fresco de nieve…”. De sus ojos ausentes manó una última frase: “la triste felicidad”, luego, desapareció.