Alejandrina
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El día en que ella nació el sol estaba pegajoso en el cielo isleño. Las pieles se cubrían de un sudor denso, aglutinado. Los hombres de camisa raída esperaban a la salida de la casucha de fachada herida por los vergajazos de las sucesivas inundaciones. La mirada de aquella muta indolente se perdía entre los álamos de la ribera.
Carolina Seybold pujaba con una fuerza tremebunda; su físico robusto de holandesa serpeaba vertiginosamente. Por entre sus piernas, apenas la cabeza era un punto sangriento. Los muslos impregnados de una humedad mórbida temblaban a cada nueva puja. El tiempo se desgranaba por un terreno sinuoso y agudo.
Luego de tres horas de esfuerzos, la nueva vida fue expulsada de aquella vagina abismal. La partera sacudió a la recién venida y la madre, extenuada y lívida, plañó en un confuso español:
- Herman, la nena nació.
Seybold, perezosamente, machacó su cigarro entre la hierba espesa. Hizo un ademán a sus compañeros y entró en la casita. Carolina tenía a la niña entre sus brazos. El padre apenas las miró de refilón. Luego, agitando los brazos como si lo acometiera la languidez, salió sin decir palabra.
La niña crecía sana. La llamaron Alejandrina. Se destacaba por su virginal hermosura. Ojos enormes y azulinos, cabello rubicundo, piel de porcelana. Su tiempo se sucedía en diversos juegos con su hermana Lysselote, un poco mayor que ella. Los escondites en las zanjas poco profundas, en los albardones, entre los juncos y pajonales eran sus divertimentos favoritos. A veces, Alejandrina prefería la pesca, otras, derribar nidos de boyeros.
Su padre jamás estaba en la casa, porque trabajaba lejos de allí, en el Uruguay. Lo conocía muy poco. La madre , impávida, pasaba largas horas junto al bastidor y la cocina.
A sus dieciocho años, cuando la familia pensaba en casarla con el joven Montes de Oca, Alejandrina enloqueció. Muchos conciliábulos se sucedieron para descubrir la causa de su mal. Infructuosos conciliábulos. La marea de la locura la ahogó sin desencadenante aparente, impía y descomunal. El duelo se apoderó de los Seybold , anonadados ante el hecho repentino.
Finalmente, fue confinada a una de las habitaciones de la casa. Allí pasó el resto de su vida. El cuarto era el más acogedor y luminoso. Todas las tardes, Carolina y Lysselote le servían el té . Hablarle era en vano. Nada parecía comprender.
Las visitas que traían niños pequeños eran evitadas ya que los párvulos vouyers pasaban la tarde espiando por el mosquitero de la pieza de Alejandrina. La veían resollar, sola , recortada su figura por el sol. Su figura de luto. Cuando percibía que la miraban, gruñía. El grito era una triste monodia que invocaba a su hermana Lysselote. Su voz agria chocaba contra las escuetas paredes, en un eco desolado.
Alejandrina intercaló sueños entre los velos opacos de la locura. Sueños indiferentes e incomprensibles para el resto de sus parientes. Soñó con desfilar por el pasto verde en la primavera. Soñó con remontar el Brazo Largo en un guigue añejo. Soñó con recorrer las villas vecinas en busca de flores secas y de hierbabuena. Soñó con un amor árabe que le regalara sus besos entre sábanas verdosas. Soñó con un hombre que le leyera historias fabulosas mientras mecía sus cabellos. Soñó. Soñaba.
En las tardes más tórridas, la veían gesticular torpemente contra el muro desgarbado, inmersa en su tiovivo de fantasmas.