domingo, febrero 05, 2006

El judezno

a L



El judezno leía un devastado libro sobre la bilis negra. Su nariz angulosa, con innumerables petequias, le otorgó a lo largo de los años un aspecto de beodo irremediable. Sus bastas manos coleccionaban cicatrices de todo talante y mueca. En su pequeño banco de mimbre, adquirido hacía eones por su familia infiel, su tambaleo se hacía persistente a pesar de la pequeña osamenta.
Su humilde pocilga era por todos los recovecos triste y desolada. Los ángulos oscuros de su único salón, jamás habían visto siquiera el destellar de una humilde estela. El piso agrietado y ronco, no habían escuchado otra monodia que no fuera la de las suelas del judezno, siempre ahogadas por el llanto. La vida pergeñada por el dolor. La soledad mustia de sus años siempre muelles, siempre monocordes, siempre ausentes, le había inyectado las venas de una indolencia que desesperaba , y en ocasiones de vendaval viraba hacia el límite de la muerte.
El judezno, perpetuamente al margen de la sangre de la ciudad, se sentaba cada mañana a leer algún libelo regalado, o simplemente, a mirar sin destino fijo. En oportunidades, sus lágrimas dotaban al paisaje de múltiples prismas cristalinos. Empero, jamás hubiese deseado otro estado que no fuera aquel. El sopor y la soledad lo habían contaminado de tal forma, que una brizna de aire soleado lo hubiese pulverizado.
Una vez, la casa vecina, deshabitada desde hacía años, carcomida por la humedad, vio en sus aceras a un nuevo integrante. La mimesis del nuevo ser con la podre del habitáculo pasmaban. El judezno y el intruso sólo se miraron de refilón.
Las costumbres del extraño eran singulares. Sus palabras, ininteligibles para el mísero judío. La vida del nuevo sujeto se circunscribía a leer un pequeño mamotreto y a gruñir con voz hosca:
Cuando bebí de él sabía más amargo que la amapola. Y una nube negruzca envolvió mi cabeza, las cristalinas lágrimas de ángeles malditos”.
El viejo optaba por ignorar a aquel interruptor de su silente existencia. Hubiera deseado extirpar de esa casucha a aquel ser de estridentes gritos. Por días, desaparecía. Sin embargo, siempre retornaba con sus alaridos desgarradores a enturbiar esa atmósfera de desolación solitaria: “Refuljan, estrellas, en mis abovedadas cejas, mientras en la noche apenas tañe el corazón.”
Y luego de la agitación, escondía su rostro inescrutable entre las lisas manos y gemía largamente.
Excepto el viejo judezno, nadie parecía percibirlo. Los pocos transeúntes que recorrían la barriada vetusta, ni siquiera reparaban en él. Solamente el anciano había sido perturbado por aquella presencia insólita, cuya única actividad aparente era sentarse en una silla de madera ajada y gritar frases inconexas. En horas de desvelo, el judío se preguntó quién era, cuál era su oficio, quiénes sus allegados, por qué se obstinaba en vapulearlo con esa voz que penetraba todas las paredes de su casita como si fuesen invisibles.
La última vez que lo vio, el extraño se había acercado a él. Su cuerpo parecía leve, casi imposible. El intruso , con paso tambaleante, se aproximó a la horrenda cara del judezno y con la boca extremadamente abierta , vociferó: “Hiere, negra espina”… negros abetos se quebraron en la tormenta nocturna, la fortaleza escarpada... Oh, corazón que pasa brillando hacia un fresco de nieve…”. De sus ojos ausentes manó una última frase: “la triste felicidad”, luego, desapareció.

2 Comments:

Blogger Bardamu said...

-"Si el sol pulveriza en vendavales de ausencia, tan sólo una palabra muda debiera darnos la felicidad ante las últimas tristezas"-.
Así se ha escuchado susurrar al gigante Behemoth (b'hemah) oculto entre fístulas de pantanos húmedos: hurgando el poderío broncíneo en el corazón de un capullo.

10:07 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

muy lindo lo que escribís

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2:48 a. m.  

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