Maremagnum (la bacanal)
Maremagnum ( la bacanal)“
la servilleta a guisa de capote , el camarero lidia el humo de los cigarros y la voracidad de la clientela” (Girondo, Calcomanías)
La anciana de grises cabellos y ojos azafranados , munida con una bandeja atiborrada de langostinos, ostiones y cornalitos fritados se abre paso , dificultosamente, entre los múltiples comensales. Su paso de quelonio, embrutecido por su giba, hace que su cabeza mire al suelo, y que la plateada y cachada bandeja, amenace con caerse. Vade retro para los posibles miradores absortos, de grandes arroyos de fina baba, de la gran masa marina que bambolea sobre el platillo.
La mujer de cuello de jirafa, camelopardalis, y de aros concéntricamente inmensos. Pletórica en su vestidito amarillo patito tachonado de millares de lentejuelas al tono, mira sus senos pequeños y los compara con la obesa joven de generoso escote que espera en la fila de las pastas. Su rostro está teñido de molestia. La envidia pasa como un peatón inquieto y se bambolea al ritmo de los senos gigantes.
En otro sitio, cercano a una parrilla pringosa en donde se exhiben ciertos trozos descuartizados de los cadáveres vacunos, dos hombres embarazados pelean por una tira de asado. Sus bocas gruñen en un tono somnoliento y alcohólico. El calor que mana de la empotrada parrilla, los brota de lágrimas de sudor. Otras pequeñas magnas lides se suscitan por detrás de ellos.
Dos jóvenes anoréxicas luchan por los últimos bocados de sushi y sus miradas tienen una languidez erótica. Las tenazas minúsculas en sus manos pequeñas amenazan con oprimir los pezones de su rival, en una lucha descarnada.
Una niña obnubilada por todo el banquete, entra en éxtasis místico y su cuerpo se paraliza, ante las palabras quejosas de los comensales que batallan por hallar un trozo de comida en los stands.
Las mesas , repletas. Homos et mulieres consubstanciándose con fideos, arroces, mariscos, carne. Un pequeño ostión devora los labios de una mujer ataviada con ropa de adolescente. Un hombre sin ojos, tienta los camarones. Un niño cuya nariz fue mordisqueada por el salmón rosado, llora desconsoladamente.
Los camareros , embutidos en trajes de irrisorios colores, cargan en sus bandejones torres de Babel de platos demacrados, sangrantes. Uno de ellos lleva tentáculos de verdes botellitas, que le crecen de los dedos.
Los gritos van in crescendo , al ritmo de la bebida y la ingestión desmesurada. Algunos establecen pequeñas discusiones pecuniarias, otros, se duermen sobre las sillas. Amable triclinium. A veces, alguna persona, fuera de sí, mira alrededor.
Anfisbena
"
La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela."(
Cortázar, "Continuidad de los parques") “Pero cuando deseo leer, nadie debe interrumpirme. No podés entenderme, parece que hablo con la pared… Te dije por enésima vez que no entres en la biblioteca mientras leo . Yo lucho mucho por mi espacio y lo violás deliberadamente”
La puerta se cerró estruendosamente. Los goznes chirriaron agudamente, en medio de un espantoso estertor. La lectura moderna es solitaria, masturbatoria. A veces hay algún primitivo que osa entrometerse en esa soledad combada que forma un campo ajeno a todo lo externo.
Sus rictus tan cotidianos, el estiramiento de la espina dorsal, la elongación de brazos y el sonido de falanges entrechocarse. Leer es todo un rito. Una nova ceremonia iniciática.
En el anaquel más alejado de aquella habitación en penumbras, había un libelo abandonado por todas las memorias. Un resorte invisible lo impulsó hacia el ejemplar. Apartó las Eglogas del virginal, aquellas en que las Parcas decían a sus husos : “Currite.”
El lomo estaba desgastado. No recordó la adquisición de aquel volumen. Quizá era un mero obsequio de parientes extravagantes. O quizá lo había robado de alguna librería vetusta, polvorienta. O quizá, bah…
La tapa estaba forrada de una incierta tela verdosa, manchada por el moho que poblaba su refugio. Ningún título ostentaba. La telilla estaba desnuda y mancillada por los gérmenes.
Para leer, encendió una lámpara que dio exactamente en su rostro. Sus pupilas, azoradas, disminuyeron raudamente.
Se reclinó en su sillón dilecto y se entregó a la lectura. Lectura profunda, plagada de apasionamiento. Se diluyó en las letras. La sombra de los dos cuerpos flameaba en las paredes blancuzcas, despojadas.
El libro temblaba a veces, en su mano. Se estremecía como una fiera que repentinamente hubiese despertado de su cruel letargo. Sus dos hemisferios de papel, repletos de ilustraciones y letras iban acercándose hacia el pecho del hombre y se retraían, al ritmo de los brazos. A veces, llegaban a mimetizarse.
Cuando llegó a un punto de la lectura, su cara se pasmó ante cierto pasaje. Un golpe o quizá la oscuridad blandida por un puñal desconocido. Una ruptura vítrea. Hubo un estruendo seco. Algo cayó.
La inscripción en la página: “Amphisbaena (Fons: “Pharsalia”, Lucano): la anfisbena es una serpiente de dos cabezas. Una de ella se encuentra emplazada en la posición normal, mientras que la otra se encuentra al final de la cola. Por lo mismo, puede desplazarse en ambas direcciones, y he aquí la razón de su nombre, pues se trata de una bestia ambigua. Sus poderosos ojos brillan como una lámpara.
El arte de la anfisbena consiste en el engaño y la falacia, atrae a sus víctimas mediante ardides y luego, las devora.”
Meros accidentes de lectura.
Abismo
(Esquivando baches)
“¿Eso que ves ahí?... ahí, en la verdulería…es un nabo. Ahora no se comen mucho los nabos.”
Cuando el mancebo asintió desganado, autómata, apoyando su pelo torvo contra las ventanillas rayadas del ómnibus, la vieja morisca, de caderas anchas de tanto parir hijos, reclinó su cuerpo de madre tierra hacia la delgadez extrema de la osamenta del muchacho.
“Sabés que me acuerdo de cuando vivía Perón… Uh, hoy hace un mes más que se murió Evita. Si los hubieses conocido, como yo… ¡Qué época!”
El hombre joven, ausente. Su mirada hermética recorría la anatomía vetusta y remendada de los asientos de cuero. El último objeto de su enfoque era la anciana que a su lado, parlaba como los solitarios en un advenimiento de verborragia, cuando fablan con interlocutores inanimados.
“…Pero el médico me dijo que me tenía que operar la cadera, porque viste, los achaques de la edad…uh, querido, cuando uno es viejo… la María me va a cuidar, porque vos no me venís a visitar nunca. Le voy a decir a tu papá que me compre los remedios.”
La mirada quemante del párvulo pariente lanzó rayos incineratorios a aquella mujer que parecía el útero de los dolores y los recuerdos ajados.
“Dejame de joder”. Trinomio infructuoso, homo spleenético. El vértigo del abismo que repulsa. Repentinamente, la carcasa del colectivo se movió sacudida por el golpe.
“Ayudame a levantarme, ya vamos llegando…¿es esta parada? Voy a preguntarle al chofer…” .
“Falta , señora, ya me preguntó diez veces, siéntese”.
El joven , crispado, optó por intentar dormirse. Otra vez sintió el vértigo del bache que el ómnibus no esquivó.
“esa es la casa en que vivíamos cuando el abuelo y yo vinimos a Capital… uh, qué vieja está, ¿quién carajo es el inquilino que no la cuida?, hay que matarlos a todos. En este país nadie quiere hacer nada.”
Silencio. El párvulo exasperado o ya en otra capa de pensamiento, se para como una tromba, atropellando objetos, cuerpos, miradas inquisidoras. Ante los gritos persistentes de la vieja clamando ayuda para incorporar su fisonomía ruinosa, el joven la sacude y la levanta de un tirón. Inescrutable , espera. El timbre. Ambos bajan, uno haciendo un rictus penoso, escapista, dos, inmiscuyéndose en el entrecejo y en las espaldas de uno, tratando fútilmente de obviar el abismo, como siempre.